Emilio Salgari, el rey de los libros de aventura.

 

“Los grandes libros, sobrepasaron a sus autores”.

Un escritor, que solamente que con su exhuberante imaginación vivió las aventuras más exóticas, había nacido en Verona, (Italia) en agosto de 1863.

Con su mente tan fértil, nos alegró y nos hizo soñar en nuestra infancia, esa etapa alegre y triste simultáneamente, a veces sin juguetes, de muchachos humildes, que en realidad fue la infancia –adivino- de muchos de nosotros.

El escritor se llamó Emilio Salgari.

¡Pensar que siendo tan famoso se suicidó por hambre, dejando escrita una penosa carta, una bella y triste carta!.

Una bella y triste carta de despedida, en la que culpaba a su editor de llevarlo a ese paso extremo, porque le pagaba muy poco por sus novelas; mientras aquel se enriquecía. Salgari, que era un padre amantísimo y esposo ejemplar, se empobrecía hasta la total miseria material.

Parece un contrasentido que en su vida, Salgari, jamás disparó un tiro contra un tigre, ni se vio frente a un pirata tuerto.

Tampoco lo apresaron los tentáculos de un enorme pulpo submarino, como relatara con maestría sin igual en sus famosos y tan leídos libros.

Salgari fue un hombre sereno y pacífico.

Pero supo crear esos estupendos tipos de héroes siempre inalterables y valientes, que respondían a los sonoros nombres de “El Tigre de la Malasia”, “Sandokán el Pirata”, “El Corsario Negro”, para citar solamente algunos.

En su pobre vida de famoso y a la vez oscuro literato pegado a la silla, él sentía que amaba la soledad. Por eso no estaba solo.

Y cuanto más aislado estaba, más mundo veía. Inclinado sobre la mesa, con el dedo percutido sobre la vieja lapicera que se le había gastado de tanto raspar hojas de papel para sus increíbles aventuras. Creadas por su mente inteligente.

Salgari trataba solamente con una esposa huraña y rezongona, que le reprochaba al marido que ganara tan poco dinero, con sus hijos, pequeños y mal criados y con el editor que naturalmente, ponía un rostro indiferente cada vez que el escritor de los tifones y de las aventuras de los Mares del Sur, le alcanzaba el original de un nuevo libro.

Salgari murió practicándose el harakiri con un puñal, en un húmedo y pantanoso jardín de Turín, a la manera japonesa, es decir, como él mismo lo había descripto en sus novelas relatando el suicidio de nobles príncipes Samurais, en algunas de sus relatos inventados desde la primera a la última letra.

¡Pobre y desventurado escritor¡, que escribió nada menos que ciento cincuenta novelas de aventuras…

Pensar lo que ganaría hoy, con una sola película, que su imaginación poblaría de junglas y huracanes, princesas desgraciadas y príncipes valerosos…

Su manera de trabajar era extremadamente curiosa.

Emilio Salgari dibujaba los mapas geográficos de los lugares donde transcurría la acción de sus novelas. Era muy cuidadoso en este sentido.

Después seguía paso a paso a sus héroes predilectos, fijando puntos, de Africa casi siempre y señalando nombres, extraídos de los mapas.

Era en lo personal un gran melancólico, una especie de preso espiritual. Y tuvo que escaparse él, físicamente para y siempre, de un hogar desdichado, donde ya la locura había hecho presa de su esposa, internada desde hacía meses en una casa de salud.

Fue el de su muerte, un 25 de abril de 1911, un día lleno de tristes presagios.

Sus dos hijos, salieron de su casa con el padre, quien los dejó en la puerta del colegio al que concurrían, despidiéndose con un afectuoso saludo, más prolongado que de costumbre.

Lo vieron irse, erguido, sereno, con su clásico sombrero de paja, el bastón al puño, en esa bellísima mañana en Turín, hermosa ciudad italiana.

Se dirigió al bosque del Lauro, que tanto le gustaba y en el que había imaginado sus increíbles aventuras.

Una mujer descubrió el cuerpo caído de Salgari, desangrado en ese bosque y dio la voz de alarma.

El sepelio fue en un carruaje de segunda clase, pero con todo el pueblo de Turín allí presente.

Su fe, su talento y su sensibilidad, le brindaron el mas hermoso de los destinos, brindar una luz para ayudar a la humanidad a encontrar un camino mejor.

Los chicos de las escuelas faltaron a clase para seguir a quien les había dado ese sustento maravilloso de increíbles y emotivas aventuras.

Salgari, traducido a veinticinco idiomas, que vendía en el mundo millones de ejemplares de sus libros, moría vencido por la pobreza. Tenía 47 años.

 

Y su figura singular y su trayectoria para disminuir el dolor del hombre, inspiraron en mi este aforismo.

 

“El escritor es un mago. Que logra hacer volar… sus sueños”.

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