Delincuentes y Policias, y el miedo frente al peligro. Por José Narosky
“Todo delincuente comienza siendo culpable. Pero termina siendo víctima.”
Leía hace poco una nota de un periodista de apellido Nosiglia, que se refería a la sensación que experimentan los integrantes de un patrullero policial, que avisados por radio, deben dirigirse al lugar donde se está produciendo un asalto.
Sin dudas, hay tensión y nervios en los ocupantes del automóvil policial. Comienzan por cargar las Itakas, que normalmente van descargadas por motivos de seguridad. Incluso el ruido de la sirena y las maniobras muy rápidas del chofer -me contaba un policía experimentado- los impulsa, instintivamente, hacia el borde del asiento.
Es normal que haya una cuota de temor en ellos, totalmente lógica, especialmente en los que tienen familia, hijos, esposa. Pero también en los policías jóvenes, obviamente. Claro, hay ansiedad por llegar. Pero ansiedad también, para que todo finalice rápidamente. Por otra parte, dentro de ellos -y es humano que así sea- hay un deseo subconsciente de no llegar nunca. Y esto también es razonable. Van hacia el peligro, con la posibilidad de jugarse la vida y que la muerte cobre alguna cuota si se llega al enfrentamiento, lo que afortunadamente no siempre sucede.
El Código Penal, se refiere a distintos delitos contra la propiedad y castiga con penas mayores a los ilícitos que realizan los delincuentes a mano armada, porque se considera especialmente más peligroso, a quien se arma para apoderarse de lo ajeno. Porque puede verse obligado a usar ese arma y llegar al crimen.
Pero pensemos también -aunque ellos mismos eligieron el camino del delito- en la sensación íntima de los delincuentes, cuando oyen a lo lejos, la fatídica -para ellos- sirena policial.
Cuando todavía no había terminado de cursar mi carrera de Derecho, tuve ocasión de hablar en la cárcel con varios presos. Casi todos, mencionaban la palabra miedo en sus enfrentamientos con la policía. Sólo unos pocos, agregaron que sentían como una especie de emoción, casi de placer.
De estos últimos malhechores, que son los más peligrosos, sus compañeros dicen que están en “la pesada”, que en la jerga policial e incluso en la delictiva, se relaciona con que son violentos. Estos tienen menosprecio por la vida ajena y hasta por la propia.
Hoy, el delito tiene un nuevo componente: la droga, que hace creer a los delincuentes en la razón de la sinrazón, borrando la frontera entre el bien y el mal. También es pesada, naturalmente, la represión para con ellos por parte de la policía, que sabe que no puede tener contemplaciones. Por ejemplo, un solo hecho -robo a mano armada- se castiga con prisión mínima de 5 años y máxima de 15, a criterio del Juez, que evalúa los atenuantes y los agravantes. Y si en ese robo hay una muerte, su autor será penado con 25 años o con prisión perpetua.
Para el delincuente que se inicia en este peligroso oficio -si así puede llamársele- existen motivos diferentes, aunque siempre hay o un medio ambiente triste, o falta de afecto en su hogar, o padres separados, que no sólo le restan calor, sino también educación o moral, que los mismos padres pueden no poseer. O varios de esos elementos, juntos.
Pero hay muchos otros motivos para esta triste carrera de delincuente. La ambición desmedida, las malas compañías, la enfermiza necesidad de dañar (digo enfermiza porque quien necesita agredir, necesita curarse). Y también la prepotencia, que siempre aloja una íntima inferioridad. En estos últimos años, se ha agregado en gran medida la nefasta influencia de la droga y del alcohol. Pero piensen, los jóvenes especialmente, que los vicios no vienen solos, sino cuando se los llama. Y que son como mares. Pero sin orillas… o como ciénagas. Aunque se muestren con luces multicolores.
Me sentiría bien si esta columna hiciera reflexionar a un solo muchacho de algún lugar de nuestro extenso país, que está por adentrarse en ese mundo tan oscuro y triste de la droga, que como ya lo expresé, sólo viene cuando la llamamos, pero no se va cuando se lo pedimos.
Si ese joven pudiese pensar un instante, antes de entrar en ese mundo casi sin retorno, en este escrito, sentiría que valió la pena haberlo hecho. Y finalizo con un aforismo que pretende ser una pequeña y sé que mínima señal de alerta. “Al infierno, sólo se desciende… voluntariamente”.