Los Mapuches. Por Jose Narosky

“No pretendamos modificar al adversario. Procuremos comprenderlo”.

Los hombres se separan por razas, religiones, colores. Porque están separados…

No hace falta destacar, que toda generalización es absurda, trátese de cualquier grupo racial, político o religioso.

Porque el hombre juzga o se autotransforma en juez de los otros, sólo para condenar, casi nunca para absolver.

Es que juzgamos con una rapidez con la que no querríamos ser juzgados.

Hoy quise traer un hecho –real- acaecido en las tierras de Trenque Lauquén como se pronuncia, a mitad del siglo XIX.

Blancos e indios luchaban fieramente.

Los indios en la defensa de su tierra, de sus casas, de sus familias.

Los Blancos argumentaban que lo hacían por un ideal.

También peleaban por la tierra, si, pero ya no para defenderla, sino para conquistarla.

Pero cuando un ideal necesita matar, muere el ideal.

Los blancos hablaban también de conversión religiosa. Pero en definitiva, no comprender la religión ajena, es no conocer la propia…
A mediados del año 1855, se había desarrollado una encarnizada batalla entre blancos e indios.

Diez horas de lucha. Resultado final: la derrota de los indios, que eran de raza Mapuche. Les decían también Araucanos.

Mapuche significa “gente de la tierra”. De su tierra. Por la que estaban dispuestos a pelear hasta la muerte.

Ensangrentados y vencidos, siete Mapuches esperaban que el comandante de los guerreros blancos, el Capitán Ruiz, decidiera su muerte.

Seis de ellos, caciques todos, apoyaban sus cabezas sobe las rodillas, con lógica tristeza, con el hermetismo insondable de los indios.

Pero el séptimo, el jefe, estaba de pié, enfrentando al blanco.

Se llamaba Kurupillan.

Miraba fijamente al Capitán Ruiz. Sus ojos oscuros medían con sereno horror la ambición de los blancos que parecían sólo amar el odio y no la tierra, como los indios.

Los azules ojos de Ruiz, llenos de desprecio e in comprensión, sostenían la mirada del jefe mapuche.

La sentencia estaba dictada. Los siete caciques serían fusilados en media hora.

-Prepárense a morir, les dijo el Capitán Ruiz, ásperamente.

Kurupillán habló entonces pausadamente:

-Le pido me conceda 2 gracias, Capitán.

-¿Qué gracias desea?.

 

-Una guitarra, para cantarle al cielo que nos acogerá en pocos minutos.

-Concedido también, dijo el Capitán Ruiz con indiferencia.

-Y como segunda gracia, quizá la más importante y la más difícil para Ud. Capitán. Deseo poder mirarlo a los ojos, los últimos tres minutos de mi vida.

-¿Y para qué quiere mirarme?

-Sólo para comprender. Y entonces poder morir, perdonándolo.

-No entiendo…

-Quiero saber Capitán Ruiz, si Ud. puede comprender que seres diferentes a Ud., también laten, también aman, también sienten.

-¡Está bien!. Míreme a los ojos esos minutos, si es su último deseo…

El Gran Jefe Mapuche pulsó la guitarra. Y cantó.

Había un silencio electrizante.

Y cantaron también sus hermanos.

La emoción hace presa de los soldados blancos.

Kurupillán cantó al honor, al sentimiento, al valor y a la justicia.

Dijo cantando:

-Queridos hermanos Mapuches: los blancos son tan valientes como nosotros. Y quizá también nobles.

Son sólo ciegos. Y ¿podemos odiar la ceguera?. Perdonémoslos.

El Capitán Ruiz y sus subordinados estaban como petrificados.

El Cacique indio llevaba comprensión a sus verdugos en el instante de su propia muerte.

Estaba como escribiendo con caracteres indelebles una página de docencia que no se borraría ya de los corazones de los soldados blancos.

Estaba saltando la valla de las razas, de los idiomas, de las creencias.

Pero faltaba el tercer pedido.

El Indio, caminando pausadamente se acercó al Capitán Ruiz. Este le había prometido permitirle mirarlo fijamente a los ojos durante tres minutos.

Pero resistió sólo segundos la mirada del indio, del verdadero dueño de la tierra que ambos pisaban.

El Capitán Ruiz estaba como en un sueño, totalmente conmovido.

Pasaron 10, 20 segundos. Y se oyó su voz:

-Todos los indios quedan en libertad.

Un abrazo largo, interminable con el cacique Kurupillán, selló sus palabras.

Este había salvado su vida, pero el Capitán Ruiz había salvado su honor.

Y este episodio real trajo a mi mente este aforismo:

“No pretendamos modificar al adversario. Procuremos comprenderlo”.

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