Oscar Gálvez. Por José Narosky

“Hay silencios que hieren. Pero hay palabras que curan”.

Un 16 de diciembre de 1989 hace mas de 32 años. Moría el piloto de autos de carrera, Oscar Gálvez. Tenía 76 años, la voz disfónica, la sonrisa fácil y limpia.

Hacía casi 25 años de su última carrera automovilística y su nombre seguía siendo familiar.

Cada deporte crea sus ídolos, que siempre son legítimos.

Los pueblos jamás se equivocan cuando los eligen. En tenis un Vilas o Gaby Sabatini, en automovilismo un Fangio, en Basquet un Ginobili.

Y les exige a estos ídolos, mucho más que una excepcional aptitud deportiva. Los quiere honestos, fuertes, íntegros en lo físico… y en lo moral.

Y todo esto se daba en Oscar Gálvez. Pero además sus admiradores los quieren “distintos”, creadores; y Oscar Gálvez además “creó” por ejemplo la primera jaula antivuelco.

Fue también el primero en colocar trabas en la puerta de su auto de carrera y además fue también el primer piloto argentino que derrotó a los extranjeros en la vertiginosa Fórmula 1. ¡Y qué extranjeros! Ascari, Viloresi, Farina. Todas grandes figuras del automovilismo internacional.

Y este verdadero milagro que fue el hecho de vencerlos sucedió hace más de 50 años en Buenos Aires. En Palermo.

Y en esa carrera que Alfredo Gálvez ganó superó también a Juan Manuel Fangio, que salió segundo.

Pero esta no quiere ser una nota deportiva –no estoy habilitado para ello- y menos aún necrológica. Oscar Gálvez no lo hubiera permitido si hubiese podido opinar.

Porque fue siempre ese muchacho simple, de barrio.

Él no fue mucho tiempo al colegio. Pero de cualquier manera “muchos aprenden. Pero pocos saben…”

Y Oscar Gálvez que seguramente ignoraba como se llaman los ríos de China o donde queda Afganistán, tenía el alto oficio de vivir. Y cultivaba la amistad como algo sagrado.

Sabía, quizá por instinto, que “es más fraternal una amistad leal que una hermandad desleal”.

Tuvo toda su vida la misma ingenuidad –que no era falta de inteligencia, sino signo de pureza- de su infancia en el barrio de Caballito. Aunque había nacido en el partido de San Martín en el Gran Buenos Aires.

Y además nuestro hombre de hoy poseía una nobleza no común que esta breve anécdota mostrará cabalmente.

Este hombre delgado, verborrágico, que en sus últimos años trataba de ocultar pudorosamente un audífono que atenuara su avanzada sordera, tuvo un gesto que quizá no logró la difusión que merecía.

A fines de la década del 40 en 1948 o 1949, Oscar Gálvez iba primero en puntos en el campeonato argentino.

Se corría la última carrera del año. Saliendo incluso 5º ya era campeón. Pero él en esa carrera iba segundo. Faltaban sólo 80 Km. para la meta, es decir no muchos minutos de carrera, para la alta velocidad de su automóvil.

En ese momento, divisó el automóvil volcado de un competidor, que iba primero en esa etapa. Detuvo el suyo y presuroso llevó al piloto –desmayado y que no era su amigo precisamente- al pueblo más próximo, a una clínica.

Luego regresó a la carrera en la que por supuesto se clasificó en un puesto muy alejado.

Ese año -por eso- no fue campeón argentino. No lo fue en automovilismo. Pero fue campeón absoluto en solidaridad humana, en hermandad, en hombría de bien.

Jamás Oscar Gálvez mencionó el hecho, ni lamentó no ganar esa competencia.

Porque “la virtud cobra un precio. Si, pero siempre lo reintegra”. Y a él se lo reintegró en la satisfacción del deber cumplido.

Por eso mi recuerdo a Oscar Gálvez que obviamente no puede resucitarlo, pero que puede merecidamente iluminar su figura.

Y un aforismo, como homenaje a este campeón, campeón también de la solidaridad, que lo fue hasta el último día de su vida.

“Los años frenan impulsos. Pero no aquietan… latidos”.

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